AÑOS Y LEGUAS: UNA MIRADA COMPLACIDA
“Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina”. Así se inicia Del vivir[1],
obra escrita en 1904, y así comienza Miró, proyectado en el personaje
de Sigüenza, a mostrarnos su tierra con los ojos del sentimiento, de la
emoción íntima y de la cordialidad. Y así desea, veinte años después,
volviendo los ojos de la memoria desde una “ rinconada” de
Madrid, que vuelvan a ocurrir las cosas; y así quiere ver de nuevo a
Sigüenza recorriendo la montaña alicantina; y así lo escribe en Años y leguas[2] : “Iba
Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho
tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había
más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía
veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la
cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos
frutos.” (p. 10).
Años y leguas, la última obra publicada
por Gabriel Miro, dos años antes de su muerte, ocurrida en 1930, es una
obra especialmente bella; a mi entender, la más expresiva y madura de
la “serie Sigüenza” y una de las más conseguidas de este
escritor personalísimo; un libro que he leído con auténtico placer,
y del que brota como un torrente, y se expande por cada una de sus
páginas, el amor que siente el escritor por su tierra alicantina, por
todo aquello que la define. Tomando a Sigüenza como eje unificador, el
libro se estructura en una serie de cuadros, en los que Miró consigue
plasmar, con los pinceles mágicos de su lenguaje impresionista y
simbólico, con su excepcional capacidad narrativa y descriptiva, y con
su desarrollada percepción sensitiva, los más sutiles matices de la
realidad física y espiritual, después de pasar esta realidad por la
lente de su exquisita sensibilidad, por el crisol de su personalidad
intimista, reflexiva e imaginativa, y por el caudal de sus emociones.
Algunos críticos han minimizado en Miró su capacidad de narrador, quizá sea porque, como ocurre en Años y leguas, no
suele desarrollar una trama argumental al modo convencional de la
novela, pero esa particularidad no invalida la existencia de una
intencionada perspectiva narrativa. En esta obra se relata el tiempo que
Sigüenza pasa en Polop, sus paseos y desplazamientos por las comarcas
de la Marina y del Marquesado de Dénia; los personajes con los que se
relaciona y lo que con ellos le acontece; las costumbres de estas
tierras; las historias que oye de boca de los lugareños durante los
momentos de charla; sus cavilaciones ante la realidad de la vida, ante
el paso del tiempo; los recuerdos que lo retrotraen a veinte años atrás;
y todo ello con un ritmo lento, parado en extensos episodios en los que
su mirada contemplativa se queda colgada del paisaje: pueblos, caminos,
campos, huertos, montes, árboles, fuentes... Hasta las cosas o los
seres más insignificantes, como hormigas, escarabajos, libélulas,
cochinillas, son observados con curiosidad y detalle; transformados
con los ojos de la imaginación y de las sensaciones, y mostrados al
lector con el lenguaje vivo de la metáfora, de la personificación y de
la sinestesia. Sirva de ejemplo esta especial mirada sobre el pueblo de
Polop:
“Todo el caserío se arrebata por un otero, y sube
triangularmente. Las cuencas de las ventanitas y de los desvanes; los
labios de los postigos; todas las casas se fijan en Sigüenza, y le
preguntan, atónitas, fisgonas, durmiéndose; y las que tienen la sombra
en un rincón de la ceja del dintel, le miran de reojo. Algunas rebullen
sin frente, porque en seguida les baja la visera pardal del tejado;
otras tienen la calva huesuda y ascética del muro que prosigue. Arriba,
la parroquia, de hastiales lisos, y en medio, el campanario, con una faz
quemada de sol y la otra en la umbría; un esquilón a cada lado de la
nariz de la esquina; en lo alto, la cupulilla, con las graciosas asas de
los contrafuertes chiquitines, como un cántaro dorado; el follaje de la
veleta se embebe y se sumerge en el azul.” (p.17-18).
Y es en estos momentos de contemplación del paisaje
cuando aparece la vena descriptiva, muy presente, es cierto, pero
complementaria y subordinada a la narración. Es la impresión sensible lo
que importa; la posesión emocionada de la naturaleza a través de los
sentidos: El monte Bernia es “un galeón volcado”; el Chortá, “gordo y rapado”; Alcalalí, “pequeñito y agudo como un esquilón”; Agres, “umbrío y ermitaño”; la aldea de L’Abdet, “un panal en el corte de la quebrada”; Tárbena, ”lirio del campanario. Una calle larga de sol, ahogándose de frutales y de mieses granadas”. El paisaje es oloroso; huele la mañana a “semillas calientes y maduras”, la tarde a cansancio, y la noche a noche; el aire a “campo íntimo”; y elagua huele sólo a agua “desde el tiempo”. Pero también las higueras manan un olor “caliente y espeso como una resina”, las brevas un aroma a “confitura tibia y agria”, los nogales ”sueltan su olor aceitoso de nueces verdes”, y los albaricoques “un olor carnal”. La iglesia de Guadalest ”respira olor de ciprés”, y el cadáver de Manihuel “exhala un frío mojado bajo la temperatura y el azul estival”.
Todo se puede reconocer olfativamente; hasta una voz, en la
sensibilidad de Miró, puede oler a salud, a camino, o a bancal.
Dibujo de Gastón Castelló
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El mundo de los sonidos es, igualmente, de una riqueza
total. Las cosas, los seres, los animales, rebullen, gritan, vibran,
crujen, crepitan... Una locomotora “relincha de miedo y de gozo de hundirse por los túneles”; la cara huesuda del peón caminero, cuando se la rasca, suena como “una quijada de res”; el silencio le parece a Sigüenza el “zumbido de haber callado todo”; y el sonido de la palabra Tárbena le produce “un cóncavo abejeo de caracol marino”. Pero quizá sea el siguiente texto uno de los más expresivos y representativos en este aspecto:
“Los grillos que tiemblan en las parvas se oyen distantes y
tímidos; parece que resuenan entre las pocas estrellas sumergidas en el
cielo de luna. Casi nada más se percibe cuando el ruiseñor calla para
sentir el silencio suyo que se queda estremecido.
Y, de repente, viene una voz desde el horizonte invisible de la
Marina. Toda la noche interior de este paisaje se ha quedado sin
respirar, atendiendo por saber de quién sería esa voz; una voz ancha,
como de vendaval que se sintiese muy claro, en un sitio de calma. Y esa
voz se comunicaba de la dulzura de los lugares que no eran suyos,
resbalando en la faz de esta quietud cerrada por los montes. Ha sido el
acorde grave y humano de un órgano inmenso de catedral. Habrá sonado en
la sierra Bernia. Esta noche Bernia es un órgano de plata entrevisto por
una vidriera infinita, translúcida de luna. Otra vez el hondo alarido.
Descansa un instante; y vuelve a sonar en una despedida muy larga. Todo
principia a sentir la evidencia del prodigio. Es la sirena de un barco.
Estaba el aire dormido; todo parado, y la sensibilidad de los ecos
desnuda en un dulce ocio. Y en ese momento pasa un vapor frente a lo más
hermoso de la costa; aparición de Calpe y a su lado Ifach, tallado de
luna... El barco se ahoga de belleza y ha tenido que gritar. Para que la
gracia se cumpliese del todo, ha volado la brisa, llevándose las
exclamaciones de la sirena, y entonces las arrebataron los montes
entrándolas claramente en todos sus recintos”. (p. 81-82).
También aparecen, difuminadas a lo largo de la obra, sensaciones gustativas: el agua sabe “como miel mordida en la bresca y como una fruta en la rama”, y
táctiles: el cielo es fino, y la lengua de un burro es caliente; y
también es caliente, un huerto y los campos y los árboles; y a Sigüenza,
al beber, le gotea “un frío de luz por las mejillas”.
Como ocurre generalmente, es el sentido de la vista el
que más información y más sensaciones aporta y sugiere. Miró maneja
muy diestramente, en preciosas imágenes, los colores convencionales. El
preferido es el azul: color de la felicidad, la belleza, la inocencia,
la calma..., pero las cosas también se tiñen de color de cera, de
charol, de oro verde, de plata, de acero, de ágata, de jacinto, de
cebada, de acerola, de almagre, y hasta de roña de cardenillo, e inundan
el paisaje de una plasticidad cromática. Así Sierra Helada es “de color de luna”; Puigcampana, “un loto rosado”; el islote de Benidorm, “una roca encarnada, como un corazón, que recremase la lumbre”; el Serrella parece “oro sonrosado”; Callosa D’Ensarrià es torrada, gruesa, madura; Bolulla, “un pueblo moreno de sol de peñascal”; Altea luce “con un dulce sonrojo en su cal y en la piedra desnuda de su campanario”; y Benimantell...
Dibujo de Gastón Castelló
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“Desde el camino viejo, Sigüenza destapó y sacó Benimantell de
una caja de porcelanas y cartones pintados de verde, de amarillo, de
blanco, de almagre, de azul. Frutales de lacas. Las sombras de los
callizos, como si las diesen unas lonas de color de naranja y de
geranios. El recuesto del Calvario, de un sol de ponciles maduros. Los
cipreses con brillo de floreros de altar, de pie en sus redondeles
morados. El campanario, de albañilería de yeso y añil; detrás, una nube
redonda de lana. Las figuritas del pueblo: la vieja de luto, el pastor
con zurrón de choto, la moza de refajo encarnado, dejan en el oro
tranquilo de la tarde la vivacidad de sus colores tiernos”. (p. 204).
En relación con la técnica descriptiva que emplea Miró
en esta obra, me han resultado muy atractivos los recursos, casi
esperpénticos, utilizados en algunos pasajes, y especialmente en el
capítulo Huerto de cruces. Aquí, la relación entre el
contenido y su expresión está magistralmente lograda. Sigüenza asiste al
velatorio y al entierro de Manihuel, y la naturaleza del tema requiere
que el autor cambie de estética: que deforme, degrade y exagere la
realidad; que la caricaturice, utilizando técnicas de cosificación y
animalización. Así, el muerto “Tiene las manos de leña cogidas a la
faja; los pies con calcetines gordos, blancos, doblados; las mejillas de
mendrugo dentro de un pañuelo que le ata las quijadas; y la nariz como
un pico azul.” (p. 55). Durante el entierro, en el que las moscas
se posan en la cara de Manihuel, los chavales del pueblo entran en el
cementerio y, cuando Gasparo, el enterrador, abre el nicho familiar y se
descubre el ataúd de Lluiset, nieto del difunto, instan al hombre a que
lo abra, y ríen y disfrutan cuando se exhibe “con sotanilla podrida
y sobrepelliz que parece de recortes de papeles; un pie, el de la
pierna intacta, se le ha caído entero en un rincón, y el otro sigue
cuajado en la pata deforme de bestia”. (p. 62).Y lo mismo ocurre al
destapar el cadáver de la suegra, a quien Gasparo ha de seccionar la
calavera porque los tres ya no caben en el nicho. En este capítulo,
como en otros momentos de la obra, el autor parece recrearse en
situaciones y descripciones desmedidas, duras, como si quisiera poner de
manifiesto el crudo rostro de ciertas realidades que a veces olvidamos,
y que el autor elige, como contrapunto a la beatitud y a la belleza,
con un lenguaje hiperbólico y distorsionado, bastante alejado de la
placidez ideal y benévola que le invade en otros momentos.
Años y Leguas me ha parecido una trova, un
canto agradecido. Una necesidad por parte de Miró de compartir los
aromas de su tierra, de mostrarla tal cual es, a través de los ojos
poéticos o crudos de Sigüenza. Y por eso, además de la contemplación del
paisaje, de las meditaciones y reflexiones, de los recuerdos con los
que quiere buscarse a sí mismo, de la mirada atenta a pueblos y
costumbres, el autor nos ofrece un amplio y entretenido mosaico de
historias, de sucedidos y de personajes: Historias que inducen a la
reflexión, como la que narra la actitud del peón caminero y de doña
Elisa, la casera de Sigüenza, ambos ricos pero aferrados al ahorro y al
mandato del dinero, a la vida miserable; o el episodio de los gitanos,
en el que los temores de Sigüenza, respecto a esta etnia, dejan
traslucir ciertos prejuicios raciales. Historias crueles, como la de
Matietes, que sufre los malos tratos de su padre adoptivo, Visentot, al
igual que los padece Agustina, la madre, a la que las palizas del marido
llevan a la sordera, ya que cada noche “le buscaba la oreja para
atinarle, y allí, de pronto, crujían los huesos y retumbaba toda la
sangre de Agustina. Antes de que la tocara, adivinaba la mujer que
venía, poco a poco, la mano del marido. Puñetazo a oscuras. Toda la
alcoba negra le parecía mano de Visentot”. (p. 183). Historias
simpáticas que nos empujan a la sonrisa, como la que protagoniza el
extranjero británico, crítico de arte, que consigue integrarse
plenamente en la vida del pueblo, y la de Peret, el bobo, al que Sigüenza amenaza al confundirlo con un atracador. Historias tristes, como la de Bardells y
la familia de luto, en la que sólo se respira muerte, desgracia e
infelicidad. Historias del ayer, en las que se relata la forma de vida
de los grandes señores, de los caciques del XIX, que iban en tartana, en
galeras o en cabriolés, a sus fincas y haciendas: el señor de Thous,
liberal y creyente, y el señor Torres Orduña, que vigila los caminos de
la Marina desde la altura de Guadalest. Y también se recuerdan
las hazañas de los Roders: Mitjana,de Castell de Castells;
Destralet, de Evo; Pinet,de Finestrat; y Bou,de Benimantell: bandoleros
y asesinos que durante el día recorren las sierras en sus aventuras y
maldades, y por la noche se resguardan en una masía señorial a cuyos
señores defienden. Historias de marcado sabor rural, en las que hombres
como Laureano, que sabe contar desde una legua de distancia los pájaros
que hay en la torre; Baldat, cabrero y saludador, que restañó la oreja de un niño de teta mordida por un cerdo con “la gracia que tiene en la cruz de su paladar"; Busco, cuya mujer anda loca y desnuda por los montes; y su hermano, Buscoel Grande,que tiene “la nariz y un anca lisiadas de haberle arrastrado su mulo por un breñal”, se reúnen los domingos y festivos a merendar, y a ellos se une Sigüenza que gusta de acompañarlos y observarlos:
“Beben el vino con los ojos entornados, en un caño combo desde
la canilla de la calabaza o de la catalana de vidrio. No rompen el pan;
lo rebanan con la navaja de injertar, que le deja el frescor de la
corteza de árbol; y luego cortan la rebanada con tan primorosa
complacencia que, los más pobres, al comer pan solo, le dicen pan y navaja,
porque cortándolo le añaden el unto de un regodeo sabroso de
companaje. Pan y vino de domingo. A la redonda, la tarde de fiesta,
inmóvil, ancha, callada.” (p. 86-87).
Mientras leía Años y leguas,han ido surgido en
mí dos ideas que no puedo dejar de constatar. Una, el contrapunto que
ofrece la obra entre los episodios de rudeza, de crudo realismo, de
casi humor negro, que rezuman algunas historias, y la felicidad, la
placidez, la calma que desbordan los discursos descriptivos y
contemplativos. Una mezcla, en mi opinión, inteligente y original de:
idealismo / realidad; gozo / sufrimiento; belleza / fealdad; bondad /
maldad; permanencia / finitud.
La otra reflexión hace referencia al valencianismo, al
alicantinismo rural, que respira la obra. Y no lo cifro sólo en el
contenido temático, que es evidente, (lugares, paisajes, tipos,
costumbres...), sino en algunos aspectos lingüísticos. Gran parte del
léxico valenciano forma parte del entorno, del ambiente en el que se
desarrolla el libro, del habla de las personas que habitan estas
comarcas del País Valencià: La Marina y el histórico Marquesado de
Dénia. (Hoy llamada Marina Alta). De aquí, la cantidad de topónimos
valencianos: Coll de Rates, Castell de Castells, L’Abdet, Mascarat,
Portet de Sella, Ponoch, Margoch, Puigcampana...; de nombres propios de
persona: Peret, Visentot, Jusep, Matietes, Marieta, Lluiset...; de
apodos: Bresquilla, Mincho, Llinasa, Tabalet, Mitjana, Bou, Pinet. Este
uso del lenguaje es lógico, ya que evidencia realidades de la zona por
la que camina Sigüenza y que él gusta de nombrar, pero también resaltan
otros vocablos, propios del català/valencià, perfectamente integrados en
la lengua literaria utilizada por Miró, tanto en pasajes descriptivos
de personas, situaciones o costumbres, como en episodios de meditación
contemplativa. Varias pueden ser las razones: una, quizá, la
expresividad que aporta la palabra en el contexto en que se la usa;
otra, una forma de reconocimiento de la identidad lingüística y, sin
duda, como él mismo confiesa, un acto de afecto: “Amo el paisaje de
mi comarca... porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis
abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra. No
creo que se trate de una fácil sentimentalidad, sino de una capacidad de
recuerdos, de botánica, de piedra, de idioma...” [3]
A veces, los vocablos surgen de boca de los personajes,
es el caso de: escaló, lladre, horta, llomello, foguera, còlic, cimal,
llar, socarrar, tremolor, herba falaguera, alborsser, non tinga po,[4]...
pero generalmente forman parte de los discursos narrativos o
descriptivos, en una perfecta integración con el castellano. Y lo hacen
de dos formas: o bien manteniendo la grafía valenciana, como se observa
en baladre, soca, planissa, vall, mercó, blancor, foscura, brial,
pernil, torrada; o bien, como posible trascripción fonética de la
palabra, que es lo que ocurre en dassa, rogle, sanaor, romanso,
safarich, esparteña... Algunas palabras, incluso, conservan su sabor
antiguo, ejemplo: fenestra y regalicia[5]
Años y leguas es, pues,una mirada complacida
sobre una tierra que Gabriel Miró ama y que Sigüenza recorre con
devoción y agradecimiento después de veinte años de añoranza. A mí me ha
parecido una obra de arte, entrañable y familiar; un auténtico
disfrute. A lo largo de sus páginas, al perderme y abandonarme en sus
líneas, he sentido la posesión de esta tierra; el placer, al igual que
le ocurre a Sigüenza, de saberla mía:
“Un fino olor de tarde ya cansada; una gracia de colores
pálidos, un tacto, una respiración de paisaje que le estremece de
delicias, delicias que contienen la inocencia y la sensualidad, la
promesa imprecisa, la congoja de la brevedad de los días; todo
sucediéndose sin conceptos. Campo suyo en su sangre; de su sangre antes
de que se cuajara en su cuerpo de Sigüenza y después que se parara en su
carne ya muerta. Predestinada y tradicionalmente campo suyo, y
eternamente”.
(p. 168).
Rafaela Lillo
[1] Gabriel Miró. Del vivir. Obras Completas I. Biblioteca Nueva. Madrid, 1943, p. 7.
[2] Gabriel Miró. Años y leguas. Ediciones Aitana. Valencia, 1991. Todas las citas referidas a esta obra se han tomado de la edición citada.
[3] E.L King. Gabriel Miró y “el mundo según es” en “Papeles de son Armadans”. Palma de Mallorca, mayo de 1961. Tomado en, Vicente Ramos. El mundo de Gabriel Miro. Gredos, Madrid, 1964, p. 44.
[4] Tómense
estas enumeraciones a modo de ejemplo, pues no es objetivo de este
trabajo ahondar en este tema, que necesitaría, obviamente, además de
exhaustividad otros enfoques y matices.
[5] Ver A. Alcover y F. Moll. Diccionari Català, Valencià, Balear. Ed. Moll. Palma de Mallorca, 1985.
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